Una mujer está visiblemente nerviosa
antes de subirse a una avioneta de cinco puestos que la llevará a Los
Roques. El piloto le pide que se tranquilice, que él tampoco quiere
morir, que él también tiene familia.
Es lo mínimo que espera quien sube a un avión: que su tripulación quiera seguir viviendo.
Brice Robin, el Fiscal de Marsella
encargado de la investigación del accidente aéreo donde murieron 150
pasajeros, informó que el Airbus de Germanwings fue destruido intencionalmente por el copiloto Andreas Lubitz,
un alemán de 28 años. El vuelo partió de Barcelona con destino a
Dusseldorf, pero Lubitz tenía otra idea: desconectó el piloto automático
y comenzó un descenso hacia las montañas. No atendió los llamados de la
torre de control. No atendió los gritos del piloto, quien estaba afuera
de la cabina cerrada por dentro. En las grabaciones de seguridad sólo
se escucha su respiración inalterada durante los ochos minutos que duró
el descenso hasta el momento del impacto y la tragedia.
No son pocas las veces que ponemos
nuestras vidas en manos de otros, en manos de desconocidos. Lo hacemos
confiando en que ellos están allí para cumplir su trabajo y que eso y la
valoración de su propia vida los obliga a mantenernos a salvo.
Cada día hay en el mundo un poco más de
90.000 vuelos que llegan a su destino sin inconvenientes. No nos hace
falta aprender el nombre de la tripulación que nos hizo cruzar un océano
o pasar sobre altas cordilleras. Su trabajo es anónimo, pero a veces
uno de ellos se hace tristemente célebre.
Las tragedias exigen razones que a veces
no llegan. Los familiares de las víctimas hoy se preguntan qué pudo
pasar por la mente de Lubitz durante el silencio que lo acompañó hacia
el abismo. Por qué aniquiló a sus pasajeros y a sus compañeros de
trabajo. Qué era lo que estaba roto.
No se trata de un kamikaze, esos
soldados que estrellaban sus aviones para hacer daño al enemigo según un
código de honor. No se trata de aquel piloto que se inmoló junto a sus
pasajeros para evitar que militantes de Al-Qaeda destruyera el edificio
del Congreso de Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001
.
Se trata de alguien que mató en silencio a muchos que confiaron en él.
La humanidad seguirá volando. Vencer la
gravedad siempre convocará temores, en algunos más que otros, aun cuando
sea el medio más seguro de viajar. Las investigaciones continuarán y
seguro se discutirá si deben tomarse medidas adicionales relacionadas
con la salud mental y el estado emocional de los pilotos.
Al final, sólo puede confiarse en quienes no desean autodestruirse.