El virus que mantiene al mundo aterrado y en permanente zozobra y al país venezolano en crispante estado de paranoia con la impredecible y exagerada vigilancia del régimen militar, nos ha obligado a los humanos a descalzarnos cada vez que llegamos de la calle antes de entrar en casa
Es obligatorio quitarse los zapatos, pero hay quienes los lavan y sin despojarse del tapaboca se restriegan las manos con un gel antibacterial, se desvisten, se bañan, se ponen ropa limpia y con el codo tocan el de la agobiada esposa a manera de saludo amoroso manteniéndose alejados de los hijos pequeños que se miran uno al otro sin entender qué es lo que le pasa a papá. La madre se ve incitada a ocuparse de la educación de los hijos que no pueden asistir a la escuela.
Sin percatarse se está convirtiendo en moderna pedagoga al enseñarles comportamientos y una visión general de la historia o de la geografía humana sin atender a los complejos e inútiles detalles que gustan a los maestros.
En Japón y en muchos países asiáticos se practica la costumbre de descalzarse antes de entrar a la casa no solo para evitar contaminarla con las impurezas del camino sino para manifestar a los dueños que no van a permanecer en ella.
Visto así, el virus nada tiene que ver con esta antigua conducta social que se observa también cuando se entra al templo o se visitan lugares sagrados. En la antigüedad, el calzado era símbolo de libertad porque solo los esclavos andaban con los pies desnudos. Sin embargo, los simbolistas consideran que andar con los pies desnudos significa tomar posesión de la tierra, conectar la energía del cuerpo con la fuerza y el eterno e inagotable vigor que emanan de ella. Mi mujer lo primero que hacía al llegar a casa era quitarse los zapatos; mi hija Valentina en hace lo mismo. Y mi hijo mayor cuando era pequeño vio a algunos niños de la calle que caminaban descalzos y comentó lo bueno que era andar así y Belén le dijo: ¡Sí! ¡Pero cuando se tienen zapatos!
En cambio, visiblemente, Hugo Chávez arrastró consigo un populismo jactancioso que no prosperó o echó retorcidas raíces. Nicolás Maduro convirtió a Chávez en un pajarito belicoso, pero el propio comandante entró en la desaforada y desalentadora historia política venezolana con mal pie, es decir, de mal agüero, cáncer, y mala fortuna, o con el pie izquierdo aprisionado en una inclemente bota militar; y todo él, macizo, vulgar, corpulento, presuntamente anudado al negocio del narcotráfico creyó estar siempre al pie del cañón teniendo en la mira no solo a los colombianos residentes en el país sino a todos los que adversaban sus disparatadas ocurrencias y se petrificaban escuchando sus insolencias.
Luego el destino se enredó en la mala jugada de convertir a Nicolás Maduro en multiplicador de penes y en el peor mandatario que hayan padecido los habitantes de esta tierra de desgracia. Sus desaciertos provocan estupor en el ánimo de los venezolanos y resquebrajan el temple de las naciones que no aciertan a calcular el tamaño de la piedra que tiene en su zapato.